CENA
A cargo de
Teresa
Oteo Iglesias
Hacía rato que
se habían marchado todos, solo quedaban ellos dos en la oficina. Aurelio Gracia
cerraba su maletín cuando Lucas se acercó tímidamente a él para preguntarle si
podía llevarle a casa, era una fría y desapacible noche de diciembre y tenía el
coche en el taller. Su jefe dudó durante unos instantes, que a él le parecieron
una eternidad, hasta que por fin escuchó su voz seca y cortante:
––Por supuesto, Lozano, no voy a
permitir que mi mejor empleado se resfríe y no acuda al trabajo durante una
semana––bromeó–– intentó hacerse el gracioso sin conseguirlo, hay que reconocer que la única gracia que
tenía la llevaba en el apellido–– por cierto, supongo que recuerdas que mañana
es la cena.
––¡Cómo olvidarlo, señor! ––contestó
cortésmente.
Caminaron hasta el ascensor, Lucas
siempre un paso por detrás de su superior. Una vez dentro del elevador una
jeringuilla con la dosis adecuada de cloruro de potasio hizo el resto.
Lo más difícil
ya está hecho–– pensó Lucas Lozano en voz alta mientras arrastraba el cuerpo sin vida de su ya ex
jefe desde el ascensor a la plaza del parking donde, como cada noche, le
esperaba su coche–– ese miserable no volverá a
abusar del poder que le otorgaba su cargo.
Desde que le
ascendieron a jefe de sección, hacía unos años, Aurelio se creía con derecho a
explotar y a maltratar psicológicamente a sus empleados y no vacilaba en
hacerlo sin ningún tipo de remordimiento, disfrutaba con ello.
Para los más
débiles ir a trabajar cada mañana se convirtió en un verdadero suplicio. El
único culpable de las bajas por depresión, en el departamento que dirigía
dentro de la empresa, y el tema recurrente en el diván de varios psicólogos
tenía nombre y apellido.
Aurelio Gracia
vivía solo, no tenía pareja, ni familia con la que se hablara o mantuviera una
relación mínimamente cordial, y conociéndole no era difícil imaginar por qué.
El único
atisbo de humanidad, si podía considerarse así, que aquel canalla dejaba
aflorar, lo veían cada año por Navidad. Aurelio invitaba a sus trabajadores a
una cena en su casa unos días antes de Nochebuena.
Con la mejor
de sus falsas sonrisas les deleitaba con
un “delicioso” rosbif, receta de su abuela materna, según les
contaba año tras año en los postres, mientras sus invitados se sentían
obligados a alabarle sus grandes dotes culinarias y a devolverle las sonrisas.
Aquel año Lucas
decidió unilateralmente que, para su jefe, esa sería su particular última cena.
Al día
siguiente, la mañana del gran evento, el jefe no acudió a trabajar, al parecer
tenía asuntos de los que ocuparse fuera de la oficina, pero alguien en su nombre se encargó
personalmente de enviar un e-mail a cada uno de sus empleados recordándoles la
cita de aquella noche.