Octubre en LDU presenta un increíble relato llegado vía facebook de una nueva colaboradora en el especial. Este relato es altamente recomendable; lean y comenten.
“Rose”
Por
Candela
Robles
Avalos
Las
rosas crujieron en su mano y, al abrirla, vio los pétalos desprendidos,
dispersos por la palma. A Rose le gustaba tocarlas. Le parecía que así, tras
varios días sin que la abuela viniera a regarlas, eran más bonitas que cuando
finalmente florecían, como si plantar las semillas y cuidarlas durante su
crecimiento tuviera ese único fin, inalterable: el color borgoña de su última
vejez. Ya no faltaría mucho para que el resto de los arbustos se deshicieran
igualmente, rindiéndose al elemento que decidiera perturbar su fino equilibrio.
Entonces el proceso se iniciaría otra vez con las semillas que mamá guardaba en
la cocina, aunque nunca sabía exactamente cuándo sería eso. La abuela podía
tardar un buen tiempo en decidirse en renovar el jardín, por otro lado seco y
polvoriento, pero no importaba. Con tener los pétalos marchitos bastaba.
Rose
recogió un buen puñado en la falda de su vestido, alguna vez blanco y ahora
grisáceo. Cuando le pareció que era una cantidad suficiente regresó a la casa,
saltando de dos en dos los ruidosos escalones sucios. Entró en la cocina y
dejó, subid a una silla, su carga encima de la mesa. La abuela hacía un té de
rosas delicioso, pero ese día no podría ayudarle, por lo que debía hacerlo todo
ella sola. El hecho la entristecía un poco aunque no mucho. Después de todo
todavía tenía al señor Dickens, al señor Twist y la señorita (que no señora)
Jane para acompañarla durante la celebración de su cumpleaños número ocho.
Se
había pasado gran parte de la mañana preparándolo. La mesa, las sillas y la
decoración consistente en figuras de papel recortado o doblado ya la esperaban.
Las galletitas que la abuela hizo anoche se lucían tentadoras cerca de la
tetera negra, aguardando su momento de brillar sobre el tazón plateado ya
colocado en la bandeja que usaría para servir todo. Encendió la hornalla sin
problemas. Lo había hecho cientos de veces. Desde que
aprendiera a caminar la abuela le había inculcado muchas nociones básicas para
aprender a manejarse por su cuenta dentro de la casa. Hasta que la tetera no
empezó a silbar no volvió a tocarla. Entonces recogió un trapo lleno de viejas
manchas marrones que habían hecho endurecer la tela y, a modo de guante, lo
utilizó para llenar cuatro tazas. Mientras el agua continuaba humeando hundió
con una cucharilla dos pétalos en cada una, revolviendo el contenido rojizo
antes de ir a por la miel y azúcar.
Por
fin, estaba listo. Llevó la bandeja al exterior. Hacía un sol odioso y casi no
había nubes. Pronto percibió el calor que la capa de su cabello negro dejaba en
su espalda y, apenas tuvo las manos libres, se lo acomodó sobre un hombro.
-Un
clima espantoso, ciertamente -dijo de forma pomposa, dirigiéndose al señor
Dickens. El señor Dickens era un elegante payaso salido de una caja mecánica, bigote
negro dibujado y ojos azules descoloridos-. Sí, por supuesto que puede tomar
una taza, señorita Jane. Discúlpeme usted la descortesía.
Puso
una taza en frente de la señorita Jane, un peluche de conejo blanco con tantas
manchas que algunas ya era imposible recordar de dónde salieron. En lugar de
ojo, la señorita Jane contaba con un parche verde que, según su historia, era
su forma de recordar a su difunto esposo pirata perdido en el mar. Por último
atendió al señor Twist, un muñeco de porcelana de cara agrietada y mano
ausente. Rose podía haber invitado a muchos más, su habitación tenía varios
candidatos, pero con sólo tres mantenía la ilusión de tener una reunión
elegante, íntima. Además era mucho más sencillo crear conversaciones entre
cuatro que entre ocho o diez.
-Tuvimos
suerte -comentó, tras tomar un sorbo de té muy azucarado-. Las flores hoy
estuvieron en su punto. ¿Quieren más galletas? Tomen las que quieran, por
favor. Hay más en la cocina. Debo decir que es un adorable conjunto el que
lleva hoy, señorita Jane. ¿Acaso se hizo algo nuevo en el parche? Y usted,
señor Twist, debo felicitarle. Entiendo que las cosas van muy bien en la granja
-Escuchó con cara seria la queja del señor Twist sobre que las vacas no estaban
dando tanta leche como el año pasado-. Pues eso está muy mal, señor Twist. ¿Se
le ha ocurrido que tal vez no las alimenta apropiadamente? Quizá el pasto que
les da no es de su gusto.
Hace
unos días Rose había leído la enciclopedia y
descubierto que las vacas no tenían uno, sino cuatro estómagos para digerir la comida. Sugirió que a lo mejor a uno de los estómagos no le gustara lo mismo que a los otros y, enojados, causaran que hubiera menos leche que dar. El señor Twist dijo que nunca lo había considerado y que averiguaría cómo resolverlo. Rose iba a escuchar el cumplido que la señorita Jane iba a dedicarle a su forma de arreglar la mesa con flores de papel pintado cuando un ruidito proveniente del bosque a sus espaldas trabó las palabras en su garganta. Podía no ser nada pero de todos modos ella escuchó. Había leído sobre criaturas propias del bosque, criaturas desagradables, y aunque la abuela dijo que no tenía que preocuparse por ellas, todavía se sentía inquieta y curiosa. Volteó lentamente.
descubierto que las vacas no tenían uno, sino cuatro estómagos para digerir la comida. Sugirió que a lo mejor a uno de los estómagos no le gustara lo mismo que a los otros y, enojados, causaran que hubiera menos leche que dar. El señor Twist dijo que nunca lo había considerado y que averiguaría cómo resolverlo. Rose iba a escuchar el cumplido que la señorita Jane iba a dedicarle a su forma de arreglar la mesa con flores de papel pintado cuando un ruidito proveniente del bosque a sus espaldas trabó las palabras en su garganta. Podía no ser nada pero de todos modos ella escuchó. Había leído sobre criaturas propias del bosque, criaturas desagradables, y aunque la abuela dijo que no tenía que preocuparse por ellas, todavía se sentía inquieta y curiosa. Volteó lentamente.
Al
cabo de unos segundos lanzó un chillido. El montón de hojas abajo de la
elevación de tierra que entraba al bosque acababa de deshacerse bajo el peso de
un zorro. Creyó que sería un zorro, con todos sus dientes y garras, listo para
rugir y gruñir como los leones, hasta que lo vio alzarse sobre dos piernas y
sacarse a manotazos las hojas del cabello rubio. Rose cerró la boca, no menos
impresionada que antes. Observó el lento caminar del niño como el de una araña
sobre su brazo. Era de su misma estatura y vestía una camiseta blanca manchada
de barro. Los pantalones negros, igualmente, tenían figuras polvorientas que
debían ser anteriores a la caída.
-¿Por
qué gritas? -preguntó el niño, despejándose el rostro al fin.
Rose
pensó que nunca había visto ilustraciones de unos ojos tan claros. Se levantó de
la silla.
-Me
asusté -replicó sin más, insegura. Agregó-: ¿Y tú qué haces aquí? No se supone
que los niños del pueblo lleguen tan lejos. ¿Acaso no sabes lo que puede
pasarte si vas al bosque solo?
La
abuela era muy explícita en ello. Los chicos buenos se mantenían fuera del
bosque. Malas cosas pasaban a los que no hacían caso de esa regla.
-No
era mi intención -dijo el niño, sonrojándose un poco-. Estaba buscando rocas
para tirar al río y me perdí. Lo único que se veía era la casa. ¿Qué estás
haciendo?
Acababa
de notar la mesa bajo el árbol y a sus invitados. Rose bufó.
-¿Qué
parece? Estoy teniendo una fiesta de cumpleaños.
El
niño la miró arriba abajo de una manera que le pareció sumamente grosera.
-¿Aquí?
¿Cuántos años cumples?
-Ocho
-dijo con cierta petulancia-. ¿Y tú?
-Yo
cumplí nueve este año -Rose se desinfló un poco, pero el niño ni siquiera lo
notó. Continuó contemplando su casa como si hubiera algo raro en ella-. ¿Vives
aquí?
-Claro.
Mi familia ha vivido aquí desde que la abuela era pequeña -Recordó la historia
que la abuela le contara para explicarle ese hecho-. Hace mucho tiempo mamá
trató de irse, pero no duró mucho afuera y acabó regresando con mi papá.
-¿De
veras? -respondió el niño, volviéndose a ella-. Parece abandonada.
-Es
que está vieja y las casas viejas lucen así, por más que haya gente viviendo en
ella -Rose se dejó caer en su asiento, los brazos cruzados. A ella le gustaba
su casa tal como era, familiar y cálida, oscura, grande y segura-. Creo que
deberías irte. A la abuela no le agradan las visitas.
-¿Tú
las hiciste? -inquirió el niño sin escucharla, señalando las flores sobre la
mesa.
Rose
le hubiera insistido que se fuera pero resultaba que se enorgullecía de lo bien
que le salieron los adornos. Había perdido su oportunidad de presumir de ellos
en frente de la señorita Jane. Bien podía aprovechar esta nueva.
-Así
es -dijo-. Se llama "origami" y lo aprendí de un libro de la
biblioteca. Papá lo trajo de un lugar muy lejano cuando era marinero.
El
niño tomó una de las flores en sus manos. No la aplastó ni apretujó como ella
temía. La sostenía igual que si fuera una verdadera flor, examinándola
cuidadosamente, y ese sólo detalle acabó de ablandarla. En realidad la abuela
no tenía ninguna opinión acerca de las visitas porque nunca recibían alguna.
Niños podían aparecer de vez en cuando, pero no se quedaban lo suficiente para
considerarse visitas. Y la mayoría eran muy ruidosos de todos modos, nada
agradables para tener cerca. El niño regresó la flor a la mesa como
correspondía; con suavidad y respeto.
-¿Cómo
te llamas? -preguntó Rose.
-Oliver
-Como el señor Twist. De inmediato le gustó-. ¿Y tú?
Ella
se lo dijo.
--rose--
Oliver
no se había perdido meramente por casualidad en el bosque en busca de piedras.
Su familia venía de la ciudad, donde cada esquina se iluminaba con faroles al
anochecer y las fábricas echaban humo negro desde la primera hora del día hasta
la última. Su papá trabajaba en una de ellas, pero cuando las cosas fueron mal
y lo despidieron mamá aceptó servir en una casa de sirvienta en el pueblo.
Desde su llegada no había oído más que cosas extrañas en torno al bosque: que
si la gente desaparecía, que si demonios bailaban por ahí, que si las brujas
tenían sus reuniones, que todos habían visto por lo menos una vez a un espíritu
maligno llevándose a los niños peor portados durante la noche. Sus padres no
tardaron en repetirlo el mismo cuento y lo hicieron de tal forma que Oliver
acabó decidiendo que para ir al bosque no había mejor momento que en la mañana,
cuando se presuponía que todos los espantos tomaban un descanso. Oliver quería
ver los restos de las hogueras o lo que fuera que dejaran a su paso, puesto que
jamás había estado cerca de un sitio parecido, pero acabó perdiendo el rumbo.
De lo que sí pudo ver, sólo había árboles desnudos, ardillas y pájaros. Nada
más extraordinario que eso. Y aun así, de ningún modo se habría esperado
descubrir que había gente, una familia entera, viviendo en medio.
Rose le
parecía extraña. Hablaba pronunciando claramente cada palabra, como si en lugar
de decirla la recitara, y usabas algunas cuyo significado ignoraba y ella le
tenía que explicar. Cuando se lo comentó, ella arguyó que no era su culpa si
leía más y mejor que él. Rápidamente entendió que, si le daba cuerda, Rose podía llevar toda una conversación sólo
con los hechos que había aprendido de los libros. El entusiasmo que otros niños
sentían por sus juguetes nuevos la impulsaba. Jamás había ido al pueblo y ni
falta le hacía. Tenía todo lo que necesitaba en la casa.
Al
final de la tarde le indicó el camino más rápido y directo al pueblo, el mismo
que seguía su abuela cuando iba. Aunque Oliver todavía no sabía bien qué pensar
de la niña en cuanto esta dijo "vuelve mañana", apenas dudó un
segundo para decir que lo haría. A su manera mojigata y presuntuosa, le resultó
divertida.
--rose--
Rose todavía
miraba por la ventana cuando perdió a Oliver de vista. Le dolía un poco la
garganta por haber estado hablando durante todo el día, pero se sentía bien,
satisfecha por cómo resultó su cumpleaños. Casi no se dio cuenta del momento en
que la abuela apareció a su espalda.
-¿Quién era ese
niño? -le preguntó.
Rose vio que
tenía a sus invitados entre los brazos. Se los había olvidado afuera.
-Un chico del
pueblo -respondió-. Un poco tonto. Se perdió.
Extendió las
manos y su abuela le entregó su favorita, la señorita Jane, antes de ir a
guardar al resto.
-¿Le dijiste que
no puede salir al bosque después del anochecer?
-Sí, muchas
veces. No creo que lo haga -Rose hundió el rostro en la suave espalda del
conejo-. Lo invité a venir mañana.
No escuchó
ninguna respuesta proveniente de la abuela, pero estaba segura de que la había
oído. El chirrido de una puerta abriéndose. Al levantar de nuevo la cabeza
encontró a la abuela agachándose para verla. Era bastante alta por lo que ni
aún entonces estaban a la misma altura.
-¿Tú quieres que
venga?
-Es un poco tonto
-repitió Rose para darse confianza-, pero no es malo.
Después de cenar
en el salón, a la luz de unas velas casi completamente derretidas, Rose subió a
cambiar su vestido del día por el camisón negro de la noche. Antes de irse a
acostar fue a la habitación de mamá y papá, asegurándose de tocar la puerta
antes de entrar. Los dos estaban enfermos desde hacía años, por eso no podían
salir de la cama, y nada indicaban que mejorarían pronto. Apenas guardaban
alguna semejanza con el retrato decorado por telarañas en el pasillo, aunque
todavía podía reconocerlos. Los ojos azules de mamá podían haberse perdido en
su cabeza, pero todavía conservaba el cabello negro lleno de bucles tan bonito
de siempre. La piel de papá podía haberse puesto amarillenta y estirada sobre
los huesos, pero todavía llevaba puesto su traje favorito rojo oscuro. Ambos
mostraban la cicatriz negra de la operación de emergencia que la abuela tuvo
que realizar para salvarlos y olían a las hierbas usadas para reemplazar su
anterior relleno podrido. Algún día, cuando la abuela hubiera preparado la
medicina, se levantarían y recuperarían la forma, pero por ahora habría que conformarse
con su estado actual.
-Buenas noches
-les dijo, besándoles sus frías mejillas hundidas.
La abuela la
cargó desde la puerta hasta su alcoba, donde la arrojó bajo las sábanas de su
cama. Lo hizo bastante fuerte, como de costumbre, pero Rose no se quejó. Ya se
libraría cuando la abuela finalmente se arrastrara debajo de ella para tomar su
propio descanso.
--rose--
Oliver fue un
visitante frecuente en la casa durante las siguientes semanas. Los días en que
no aparecía por su ventana Rose se dedicaba a remendar viejos vestidos, jugar
con su abuela (sobretodo si estaba nublado) y leer la inmensa biblioteca que
antes perteneciera al abuelo. Se entretenía, tal como se había entretenido toda
su vida, pero ahora llegaba un momento muerto en que no se sentía parte de la
escena, en que inevitablemente su mirada quería ir por otro lado. Al principio
no era más que un segundo, una breve chispa de curiosidad que no le quitaba
entusiasmo ni diversión. Luego fue haciéndose más y más evidente la diferencia
entre la presencia y ausencia, al punto que la ausencia deslucía demasiado el
entorno y por primera vez suspiraba sin alcanzar a determinar el motivo.
No fue hasta tres
años más tarde que Oliver se dio cuenta. Se habían adentrado en el bosque en
busca de unas bayas que el niño decía haber visto por ahí. Las encontraron,
pero no sin que antes Rose cayera en cuenta de que estaba más lejos de su casa
de lo que nunca había estado. Y de que su cuerpo justo ahora le pedía estar
ahí. Específicamente en el cuarto de baño. No tuvo más opción que ir tras un
árbol y subirse el vestido. Oliver se extrañó demasiado de que lo hiciera de
pie (las niñas de la escuelas le habían explicado que lo hacían sentadas), así
que tuvo que investigar, a pesar de las protestas de su amiga. El susurro “las
chicas no tienen eso” hizo estallar el color rojo de su cara, más notorio por
su palidez. No porque Oliver ahora lo supiera, sino porque lo veía en la
actividad menos decorosa que podría imaginarse.
En la biblioteca
había libros de medicina que usaba el abuelo para tratar a sus pacientes. Tenía
muchas palabras confusas, largas e impronunciables, pero respecto a las
ilustraciones era lo suficientemente claro. Rose sabía la diferencia entre
hombres y mujeres, y sabía que, por su cuerpo, ella no debería ser ella. Ese
día la abuela le explicó que debía hacer lo que le hacía feliz y si se sentía
mucho más cómoda llevando el cabello largo, vestidos y sentirse una niña, tal
vez era porque debió haberlo sido. Incluso Dios cometía errores de vez en cuando,
y haberle dado esa cosa que Oliver no podía creer estuviera entre sus piernas
era uno de ellos. Nunca tuvo que preocuparse al respecto y no entendía la
incredulidad de su amigo. Entendía que debía ser una sorpresa, del mismo modo
que comprendía que no debía invitarlo al piso superior de la casa, pero no veía
la razón de esa cara. Le recordó a una tarde en que jugaban con un rompecabezas
y una de las piezas no parecía encajar de ninguna manera donde se supone que lo
haría.
-¡Creí que eras
una chica!
-Lo soy.
-¡Las chicas no
tienen eso!
-Yo sí.
-¿Por qué?
-No lo sé –Rose
se apresuró en arreglarse-. ¿Por qué tú lo tienes?
-Porque soy un
chico.
-Eso es lo que tú
dices. Si quieres vestirte como uno puedes hacerlo, ¿no? ¿Entonces qué me
impide a mí vestirme como yo quiera?
-Está mal. No
tiene sentido que te portes así si eres un chico.
-¿Ah, no? –Rose
se acercó, desafiante. Era un año menor pero también casi tan alta como su
amigo. No quería intimidarlo; sencillamente, no le gustaba la conversación y
deseaba terminarla de inmediato-. ¿Y por qué?
Incluso dos años
más tarde, Oliver seguía sin encontrar una respuesta convincente. Para entonces
ni siquiera importaba.
--rose--
A los quince años
Rose cortó un mechón de su cabello negro y se lo dio a Oliver. La luz entraba
por la ventana de la biblioteca, revelando el polvo que jamás se iba del todo
por más que se pasara un plumero. El relicario que le entregó (que era suyo y
la abuela le regaló el año pasado) relució cuando su amigo se puso a
examinarlo. Tocando un botón, se abrió la tapa para revelar su contenido.
-¿Para qué es
esto? –preguntó el chico.
Rose se había
temido que no tuviera que explicarlo. Habría sido más complicado que Oliver ya
lo supiera. Vio por la ventana los arbustos de rosas comenzando a marchitarse
una vez más.
-Para la buena
suerte –dijo.
--rose--
Oliver podría
haber sabido el significado del mechón si su novia de entonces hubiera sido de
esas que creían que necesitaba algo concreto para recordarlas. Pero no lo era y
no lo supo hasta muchos años después de casado con esa misma chica, cuando
finalmente tuvo valor para comentárselo a un amigo también casado. Era la
primera vez que hablaba de ella en mucho tiempo; fue como si algo se
desencajara en su pecho e hiciera ruido en el fondo de un pozo infinito que
hasta entonces estaba mudo. Las aguas se sintieron heladas.
Entonces deseó ir
a su tumba, adonde dormía desde que la descubrieran después de la nevada, a
pedirle disculpas y explicaciones, a recriminarle mil cosas reales e
imaginarias. No podía. Ya no vivía en el mismo pueblo. Para dejar de visitarla,
incluso en sus sueños, tuvo que marcharse.
Nadie nunca lo
culpó. Nadie supo jamás que había entrado en la antigua casona que la mayoría
de los habitantes recién descubrían. Que había comido galletas rellanas de
insectos sin encontrarle mal sabor y té amargos de rosas lleno hasta el tope de
azúcar. Como niño le parecía divertido conservarlo como un secreto, un algo
propio y privado, como adolescente tuvo vergüenza por lo que dirían los otros
chicos y como adulto le silenciaban los remordimientos y las dudas.
Cuando la
descubrieron, el vestido blanco (un viejo vestido de novia, prácticamente el
único de su talla que tenía) estaba manchado de rojo bajo el estómago. Era
evidente que quería dirigirse al pueblo, pero la falta de abrigo en medio de la
ventisca la tumbó antes de que pudiera llegar a ninguna parte. El hecho
coincidió con dos hechos importantes, aunque muy diferentes entre sí: uno fue
la desaparición súbita e inexplicable de todos los jóvenes varones de la zona,
eliminados como moscas de la noche a la mañana. El otro era uno que sólo para
ella contó, un anuncio que le dijeron la tarde anterior. El anillo de bodas
apenas era un gusano desde entonces.
Él, el único
superviviente de su generación, gracias a un regalo que los demonios
identificaron como de los suyos, fue quien identificó a la mujer que tuvo la
desgracia de perecer en ese momento desafortunado del mes. Exigió que se la
enterrara tal cual estaba, apelando al mantenimiento de su dignidad y decoro
religiosos. Hubo un apresurado funeral que él presidió, abandonando la búsqueda
que, ahora bien sabía, sería inútil. En la piedra sin fecha, sin apellido, sin
frases grandilocuentes, sólo un nombre como epitafio.
Rose.
A esta talentosa escritora pueden seguirla en:
Facebook
https://www.facebook.com/candy.vonbitter
En su blog ODA A LA IRONÍA
http://candy002.wordpress.com/
Y también en su nuevo proyecto; una novela de ciencia ficción ambientada
en Buenos Aires
http://voces-huecas.blogspot.com.ar/
4 comentarios :
Ay, me emociono toda viendo la preciosas imágenes que acompañan el texto. Les agradezco muchísimo la oportunidad de participar en el sitio y no duden de que estaré dándole publicidad por los cuatro costados de la red.
Saludos!
Muy buena historia y sobre todo muy buena la ambientación y sí, las imágenes que acompañan al texto son realmente geniales, sobre todo la niña esa tan mona :)
Besos!!
Me gustó mucho esta historia, y conocer a alguien nuevo para leer. Un gusto pasar por acá y ver tantas cosas interesantes.
Un beso.
Una historia interesante, me enrede en algunas partes pero esta bueno.
Besos
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