PUCHO QUE ME HICISTE
MAL
por Carlos Alejandro Nahas
El pucho nos llegó de chicos, de cuando poníamos chapitas
debajo de las vías del tranvía, de cuando tomábamos la leche de la botella de
vidrio, de cuando las figuritas eran de lata. Nos habrá llegado a los 12 o 13
años. En una plaza de Barracas y de madrugada. Arturo le afanó a su tío Alberto
los primeros Saratoga, fuertes como la mierda. Y en esa madrugada nos hicimos
hombres de a pucho. Luego vendrían el debut sexual en el quilombo de Doña Rita,
en el docke, las primeras novias, los primeros bailes en el centro con ambo,
zapatos blancos y medias rojas. Pero lo que se dice “debut – debut”, lo dimos
en aquélla plazoleta de la calle Jorge, entre toses y carcajadas.
A todos nos
quedó el vicio. Que se fue acrecentando con los años, las cuentas impagas y los
embarazos. Estaban los que fumaban Imparciales, que te partían el pecho, y los
soretes de a Chesterfield. A mí se me dio por los Kent, que compartía
invariablemente con Lucho. Y Tito Pajarito empezó con los “Particulares”,
negros, duros, al principio sin filtro. Después se pasó a los “Parissiennes”,
pero él era de los negros. Era como Ford o Chivo. El se embarcaba en los puchos
de macho, aunque a la noche escupiera mierda.
Sobre los
cuarenta y pico empezaron los chequeos médicos y en forma incipiente esta
jodida manera que tiene la globalización de decirnos que no a los placeres.
Primero, nos echaron del Británico, después de los “36 Billares”, luego de “La
Academia”. No nos quedaba más remedio que puchear en el Tortoni, y eso cuando
el salón fumador estaba abierto. Sino nos limitábamos a caminar por Avenida de
Mayo, fasear hasta el final y arrojar la colilla con dos dedos, a lo malevo.
Tiempo más
tarde el Califa ya no podía jugar al tenis, Huevito no rendía con la jermu como
antes, la cosa es que lenta e imperceptiblemente fueron cayendo los soldados.
Como en una guerra química. Ni un balazo. Sobre los cincuenta y pico sólo Tito
Pajarito y yo seguíamos dale que va con el cigarrillo. El resto había dejado.
Al tiempo
le detectaron un enfisema al Tano Brandán. Dos meses y a mirar los rabanitos de
abajo en la Chacarita. Y lo mismo con otros tres de la barra. Ya le decían
“EPOC”, neumonía, pulmonía, insuficiencia respiratoria y no sé qué cosas más.
Llegaba la parca en forma de “papa” y no dejaba títere con cabeza. Cáncer de
pulmón, del duro y jodido y a la mierda. Fuiste nene. Y eso que hacía años que
los cinco habían dejado, pero no había caso.
Quedamos
Tito Pajarito y yo. Yo dejé cerca de los 65, él resistió un par de años más.
Justo él que decía que la abuela había fumado hasta los 96 como una chimenea.
Que los viejos fumaban como escuerzos y que no registraba un solo caso de
cáncer de pulmón en toda su familia.
La cosa es
que ya sea por cagazo o presión social – lo mismo daba – Tito también dejó.
Justo él que decía que era más fácil que se le cayera un piano en la cabeza y
lo matase, que el pucho lo jodiese. Se lo debo haber escuchado como 100 veces.
Me llamaba y decía “Vicente, es más fácil que me haga mierda un piano que el
pucho me joda, andá a cagar”. Y andaba con esa muletilla por la vida como una
verdad de fe, como esos mormones que te hinchan los huevos a la hora de la
siesta, justo en el medio del polvo – capaz que el único del mes – con la
patrona.
El tema es
que la cosa no estaba para joda. En 7 años se nos habían caído cinco, se habían
partido los pulmones como dos carbones. Cinco muertos de cáncer de pulmón.
Cinco muertos como perros, sin aire y pidiendo a los gritos ese último
Marlboro.
Tito y yo
seguíamos, extrañando a los muchachos, entre parches de nicotina, chicles y
fasos apagados en la mano que llevábamos orgullosos como estandartes de la
última resistencia pasiva, como los Ghandis del puto aire puro. Nos
encontrábamos con alguien que fumaba y ahí íbamos los dos viejos a olisquear
como perros un hueso. Nos mataba ese olor delicioso del humo. Tito le agarraba
el paquete con fasos al punto y le olfateaba hasta el último, como si fuera
Chanel Nº 5.
Y la vejez
nos encontró en madrugadas, con un cuartito de vino, sin poder acompañarlo con
una simple colilla. Éramos dos parias, dos mendigos de vicio en la tierra de
los vicios.
Hace una
semana me llamó por teléfono y me contó su indeclinable decisión:
“– Mirá, Vicente, ya tenemos como 80 pirulos. Si no me mató
hasta ahora, no me mata más. Y si me jode, al menos muero feliz, nene. Total
para lo que nos queda. Mañana de mañana voy al kiosco de la esquina de casa y
me fumo un paquete entero de paruchos. Si señor. Te lo juro”
Yo le
contesté que hiciera lo que quisiera, que ya era grande y boludo y que tal vez
yo también hacía lo mismo, total el último chequeo que me había hecho en PAMI
me había salido como a un pendejo de veinte.
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No me enteré de lo que pasó hasta
bien entrada la noche. Pero cuando me lo contaron no lo pude creer. Estuve como
un mes sin dormir y es el día de hoy que me levanto con pesadillas.
El kiosco
de cigarrillos de Tito estaba en la esquina, a una cuadra de la casa de él. A
mitad de la calle donde él vivía había un edificio señorial, antiguo, de cerca
de 10 pisos, con escaleras de mármol y esas cosas.
El tema que
justo en el momento en que Tito pasaba por allí, cuatro obreros estaban
tratando de subir un piano al séptimo piso, pero por afuera, por los balcones,
porque por la escalera no pasaba ni a ganchos.
A uno de ellos,
no sabe cómo, se le soltó la cuerda y el piano de cola negro recorrió los siete
pisos que lo separaban del suelo en cuestión de segundos. Cayó sobre Tito como
una maza, como un yunque de plata, como el martillo de Dios que le dijo “lo
querías, lo tenés”. Tito volvía del kiosco, saboreando su pucho reprimido desde
hacía años.
Los
enfermeros trataron infructuosamente de separarle el cigarrillo de entre su
dedo índice y medio, pero les fue imposible, hasta que la viuda les dijo que ya
estaba bien, que lo dejaran así.
Lo
enterramos con infinita tristeza y gran amargura. La mayoría de los familiares
y amigos tiraron flores sobre su tumba.
Yo, con un
pucho entre mis labios, ladeado, como hacían los fiolos, elegí otra cosa. Hoy
Tito descansa a cuatro metros bajo tierra, con flores y huesos pudriéndose en
su tumba. Y un cartón de “Paruchos” que yo le tiré esa mañana.
Sobre el autor:
Carlos Alejandro Nahas es el creador ( junto a Eva Marabotto) del blog TODAS LAS ARTES ARGENTINA.
Ambos me acercaron sus textos y los invito a dejar sus comentarios y visitar
Además, pueden ponerse en contacto con ellos mediante la siguiente dirección de correo electrónico todaslasartes.argentina@gmail.com
1 comentario :
Muchas gracias, querido Luis!! Espero que te hayan gustado ambos cuentos... ya mismo ponemos un entrada a nuestro blog para derivarlo al tuyo... y esperamos ansiosamente tus colaboraciones. Abrazos de hermano a hermano Rioplatense
Carlos
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