sábado, 12 de mayo de 2012


Colaboración: Muerte en el Alma - Marcos Llemes


                                                                           

La depresión en su más pura esencia. 
   

Entonces decidió hacerlo, porque no soportaba más.
Salió una tarde de su casa y caminó por el enorme frente, adornado con rosas y jazmines delicadamente cuidados. Había dos árboles, eligió el de la derecha. A sus espaldas, se levantaba su majestuosa casa, enorme y amplia como para que sus futuros nietos corran y jueguen alegres, muchos de los vecinos lo envidiaban, son muy pocas personas las que se pueden permitir gustos así y él era uno.
Ese día en particular, cumplía veinte años de casado, a la edad de cuarenta y dos años no aparentados. No podía decir que no hubo peleas, pero éstas eran tan tontas que se olvidaban al día siguiente, varias veces se sentía afortunado de haberse casado con la mujer más bella del mundo, era la mujer perfecta, comprensible, sensible e inteligente; de aquellas que el hombre se siente orgulloso de presentar y llevar a sus reuniones laborales.
Había tenido tres hijos con ella, dos varones y una mujer. El mayor, era un ingeniero destacado, igual que él; tenía una hermosa esposa y dos gemelos de cinco años. Todos los domingos lo visitaban y él los esperaba con una exquisita comida. La mujer, era la del medio, no tenía hijos pero tenía un gran esposo y un talento nato para tocar el piano, tanto que se ganaba la vida haciendo conciertos en Europa. El más chico, ya estaba por terminar su carrera de abogado en la universidad, todavía vivía con ellos y era con el que más tiempo pasaban, además de ser el más mimado.
_ ¡Qué suerte que tienes! –dijo una vez la vecina de al lado en una convención- Tus hijos te han salido muy aplicados en la vida. Debes estar muy orgulloso de ellos.
_ Lo estamos. –Contestó su esposa, mientras que él sólo se limitaba a dibujar una sonrisa forzada que casi todo el mundo notó-
Fue entonces en ese momento, en que su mujer comenzó a sospechar que algo no andaba bien con su marido. Desde ese día en adelante, ella puso mucha atención en cómo reaccionaba frente a los hechos que le presentaba la vida y notó cosas muy extrañas que jamás podía entender.
De inmediato, habló con su esposo, pero éste evadió sus preguntas con respuestas que no satisfacían la duda de su cónyugue. 
_ Cariño, tranquilízate, no me pasa nada malo –le dijo con una sonrisa en la cara-, es más, creo que soy el hombre más feliz del mundo. Tengo el presente y el futuro que todo ser humano quiere tener, un buen vivir, una bella familia, un legado ejemplar y una reputación intocable.
_ Está bien, te creo –mintió ella-. Recuerda que deberías estar feliz, no todo el mundo tiene tu suerte.
Se dio vuelta y se retiró de la habitación, entonces su marido pudo apartar esa sonrisa artificial de su rostro. ¿Qué le estaba pasando?
Días después, ella lo convenció para ir al doctor para hacerse un chequeo general, en donde le harían exámenes de todo tipo, un par de días después los resultados llegaron: todo estaba en perfectas condiciones, su cuerpo incluso no reflejaba el paso de los años, podría incluso mentir que tenía diez años menos y se lo creerían. "Entonces no es un problema de salud lo que le preocupa", pensó la mujer.
Un domingo se juntaron todos en la gran casa para darle la bienvenida a la hermana del medio, que llegaba al país luego de una gira de cinco hermosos meses en Europa. Disfrutaron de una gran comida, llena de risas, alegrías y anécdotas graciosas. Su esposa pudo notar que en ocasiones, su marido reía, pero en otros momentos, precisamente en los que pensaba que nadie lo veía, dejaba mostrar en su cara las grietas de su desconocida infelicidad, se quedaba callado en un rincón mirando la nada, su mirada mostraba vacío y su persona la apariencia del hombre más solo del mundo. A ella la amargaba verlo de esa forma, tanto que cada noche antes de acostarse, le preguntaba qué era lo que a veces lo dejaba tan desconectado de la felicidad que debería tener. ¿Tenía problemas con su trabajo? ¿Había apostado una suma grande de dinero y había perdido? ¿Estaba siendo amenazado o sobornado por jugar sucio en sus quehaceres laborales? No, nada de eso.
Aparte de ser un excelente ingeniero del que todo el entorno empresarial del país hablaba, había recorrido toda su vida profesional dentro del margen de la ley y del buen actuar, no era la clase de hombres que llegaba a la cúspide de su carrera ganando enemigos. Tampoco se divertía con el azar, ni siquiera iba al casino, no tenía problemas de alcohol ni drogas, ni ninguna otra adicción, por lo que además de ser un padre, esposo e ingeniero ejemplar, también lo era como hombre. Sano física y mentalmente. Pero, algo estaba fallando, ¿Por qué sus ojos a veces se tornaban vidriosos y vacíos? ¿Por qué suspiraba mirando la nada? ¿Por qué forzaba su sonrisa? Nadie lo sabía. Bueno, nadie excepto él, más o menos.
Al principio trató de luchar contra ese mal, pero luego se resignó al hecho de que nunca más podría ser feliz. Es por eso que en su aniversario se dirigía hacia el árbol derecho de su hermoso jardín.
Las dos últimas semanas, para él fueron fatales. El cumpleaños de los mellizos de su hijo mayor fue en el fondo de su casa, como entraba el verano, hacía mucho calor, entonces todos se daban chapuzones en la piscina. Sin duda, era un momento de pura felicidad y eso para él, era lo peor del mundo, porque debería hacer un esfuerzo increíble para fingir estarlo, pero aunque ponga todas sus fuerzas en ello, las grietas oscuras siempre se veían, cada vez más profundas y pronunciadas, como una herida que no puede cerrarse.
Él se dio cuenta que su mujer lo veía mal y le daba pena por ella. No quería que se sintiera culpable por lo que le estaba pasando, porque nadie lo era, ni siquiera él. Todos los días le cocinaba o le mandaba a preparar el menú más delicioso de platos para su marido, tipos de carnes marinadas bañadas en salsas asiáticas, helados, flanes, jugos, postres deliciosos y todas las deleites que se podría imaginar, pero cuando él comía, le sabían a trozos duros de papel y no era culpa de los cocineros.
El hombre lo llamaba el parásito. No era un organismo vivo, ni siquiera se podía tocar, pero tenía la seguridad de que estaba ahí, impregnado en su corazón succionándole no sangre, sino vida. Había leído mucho sobre eso los últimos días, pero nunca encontró el termino exacto: melancolía, tristeza, depresión endógena, crisis existencial eran términos que podrían acercarse muy poco a lo que tenía, pero nada lo describía perfectamente. Había leído también una novela de Paulo Coelho, Verónika decide morir y el mal que aparecía allí, se denominaba vitriolo, pero sólo era ficción, nada que se pueda aplicar a la realidad. No podía acudir a ningún médico, nadie podría sacarle esa peste que tenía prendida. Una vez se le cruzó por la mente acudir a un especialista en la psicología, pero no se sentía con suficientes fuerzas como para salir de la casa. Así es, el parásito lo tenía tan tomado que no sólo le succionaba a chupones despiadados las ganas de vivir, sino que también le quitaba su voluntad. Cada mañana era un calvario, había veces que no tenía fuerzas ni para levantar las piernas y meterlas dentro del pantalón, o asir su mano para abrir el grifo de la ducha y todo lo debía disimular frente a su esposa e hijo menor, todos los días. Cuando desayunaba, su lengua era bañada por el sabor arenoso y amargo de la mermelada, pero era mejor que el jugo de naranja recién exprimido, ése sí que sabía a la misma nada, pero ¿qué interesaba? A él ya no le importaba quejarse.
Hacía unos años, podía haberse fijado detalle por detalle su aspecto en el espejo, era por eso que aparte de saludable, gozaba de una agradecida belleza. Ahora, ya no le molestaba amanecer un la barba crecida, una arruga en la comisura de la boca o un tercer ojo en la frente, para él ya nada tenía sentido.
El parásito se convirtió en su peor enemigo, no sólo le había arruinado la vida, sino también se la había comido. Él no le adjudicaba la palabra vida a lo que el bicho le arrebataba, sino que interpretaba su mal como la muerte de su alma. Si fuese vida lo que estaba comiendo el parásito ya estaría biológicamente muerto, pero por desgracia no lo estaba.
Siguió caminando hacia el árbol, en su mano sostenía un banquito rojo que le había comprado a su hijo más chico cuando niño, no comprendía cómo había tenido la voluntad de poder cargarlo, sintió ligeramente alegría por ello, pero sólo unos segundos. El resto de los materiales, ya los había preparado con una increíble pesadez. Puso sus pies sobre el banco y pensó lo que iba a hacer, su razonamiento estaba por procesarse, pero en el instante en que lo reconsideraría, el parásito succionó con fuerza y le infundió que su patética existencia se colmara nuevamente de vacío. Colocó su cabeza en el círculo que hacía la cuerda colgante, sólo dolería un poco, o quizás nada, ¡¿Y eso qué importaba?! Si total su alma ya estaba muerta. 


Sobre el autor: 

Marcos Llemes oriundo de la ciudad de Salto, Uruguay. Nacido el 21 de Agosto, 1992. Escritor de varios cuentos. Invitamos a conocerlo, que reciba comentarios y que difundan su obra.
Muchas gracias a Marcos por permitir publicar en este espacio su trabajo.


1 comentario :

Judith dijo...

Valla, que triste.
Pero no dudo de que muchas personas se sientan a si, muy bueno en verdad.
besos