La digna despedida
Por Marcos Llemes
Cristian
caminaba por un fino y largo pasillo, ornamentado fríamente con puertas en los
costados, que daban entrada a las habitaciones de los enfermos.
Al final
del pasillo, su mujer asomó la cabeza desde el último cuarto y al verlo, pese a
la mirada cansada y ojerosa, le dirigió una sonrisa forzada. Cristian se la
devolvió y su cara se mostró un poco iluminada, como el gesto que hace un niño
cuando su padre dice: “veremos…” como respuesta a la petición de un
juguete nuevo.
Precisamente
aquél lazo paternal los situaba en ese momento en el hospital. Hacía tres
semanas que la pequeña Ludmila había nacido, hecho que debería haber ocurrido
dos meses más tarde y que por consecuencia la había dejadodelicadita (o por lo menos así había
explicado la doctora). En fin, el nacimiento anticipado de la primera hija (y
también primera nieta para los padres de Cristian) les había movido el piso.
Cristian como padre, no deseaba nada más que materializar la fotografía onírica
que guardaba en su mente desde el momento en que escuchó la frase: “es una
niña” y que precisamente se trataba de la cálida imagen de su familia:
Luciana, su esposa dándole el biberón a Ludmila, quien sana y salva entrecierra
sus ojitos y se entrega al sueño al tiempo que él, aviva la llama de la
chimenea de su living en una fría noche de invierno. ¿Qué mas le podría pedir a
la vida? Si sólo las cosas fueran así…
_ Ay
Ludmila, ¿por qué tuviste que nacer antes? Tan apurada como tu padre –musitó
con palabras mudas-
Y al
terminar de enunciar la frase, detuvo su caminar a diez u once metros de su
meta. Su rostro se congeló y gesticuló una expresión fría como el viento
glaciar pero al mismo tiempo tibia como la muerte sorpresiva.
Antes de
dejar de ser, antes de dejar de vivir, escuchó la voz de Luciana en un eco
profundo:
_
¿Cristian? ¿Estás bien? ¿Qué pasa…? ¿Estás…?
Y luego,
sintió como si su vida hubiese salido de su cuerpo.
Exhaló el
aire que había en su interior y con él salió su alma.
Por un
brevísimo lapso de tiempo, el cuerpo estático, como el de una estatua de
monumento en una plaza, o el de un artista ambulante fingiendo ser una; quedó
sin vida. Totalmente muerto, como si de un infarto fulminante y repentino se
tratara el acontecimiento. Pero luego, a los agotados ojos de su esposa, Dios o
una fuerza superior de carácter incomprensible, dio un soplo de vida. Uno muy
distinto.
Cristian
tragó una bocanada de aire y su pecho se infló. Sus ojos volvieron a cobrar
vida. Respiró agitado hasta que se acostumbró a vivir de nuevo. ¿Qué había
ocurrido?
_
Cristian. Mi amor, ¿estás bien? –Preguntó Luciana nuevamente, esta vez saliendo
completamente de la habitación de Ludmila-
El hombre
no contestó. Su mirada se posó en ella, pero parecía no haberla visto nunca en
su vida. Tampoco le importaba conocerla, no era lo que deseaba en ese momento.
Mejor dicho, no era lo que debía hacer en ese momento.
No dio un
paso más. Estaba parado en el mismo lugar en el que se detuvo cuando su cabeza
giró a la derecha, hacia el lado de la pared más cercana y sin pensarlo dos
veces, entró a la habitación que tenía en frente.
La puerta
se abrió de golpe y al son se volvió a cerrar. Ahora Cristian estaba en un
cuarto pequeño, de una sola cama y unos cuantos aparatos con luces titilando.
Se dio vuelta y lo vio, acostado en la cama.
_ ¿Quién
eres? –Preguntó Sebastián-
Cristian
no contestó, sus ojos ahora estaban más llenos de vida que nunca. Una fina capa
de lágrimas los envolvía. Sebastián lo observó y dijo al instante:
_ Me
parece que te has equivocado de habitación. No soy quién estás buscando.
_ Te
equivocas –dijo él-. Tú siempre fuiste lo que estaba buscando, Sebastián.
El hombre
acostado frunció el seño. Sus brazos estaban conectados a tres cables y un
circuito, lo que le dificultaba el movimiento. Se quedó unos cuantos segundos
en silencio, pero por más que intentaba recordar, no tenía idea quién era aquél
hombre de gestos cansados, mentón sin afeitar y ojos verde aceitunados que
había ingresado apuradamente a su cuarto.
_ Lo siento,
pero no recuerdo quién eres –le dijo-.
Cristian
se acercó hacia él sin quitarlo de vista y se sentó en la silla de madera que
había al lado de la camilla. Lo quedó mirando un breve momento más y por fin
dijo.
_ ¿Por
qué lo hiciste?
_ ¿Por
qué hice qué?
_ ¿Por
qué te cortaste?
El tono
dulce de voz de Cristian no fue suficiente como para quitarle la dureza áspera
de la pregunta. Sebastián se sintió ofendido, o más bien, un poco molesto.
_ ¿Quién
rayos eres tú? No tengo por qué darte explicaciones si ni siquiera te cono…
_ No lo
hagas más, por favor. Debes prometérmelo.
Otra
pausa de infinita consternación. La acción siguiente estuvo en Cristian cuando
giró su torso para arrancar una hoja de la agenda de Sebastián, que estaba
sobre la mesita detrás de la silla. Ya en sus manos, comenzó a plegarla en un
intento de origami.
_ ¿Qué
estás haciendo? –preguntó el hombre, con gestos incomprensibles-
Él sonrió
con absoluta ternura. Plegó la hoja dos veces más en diferentes ángulos pero la
forma tridimensional que se formó fue incomprensible. Desprendió una sonrisa
corta y dijo:
_
¿Recuerdas que te burlabas de mí por no saber cómo saber hacer simple un avión
de papel?
El débil
cuerpo de Sebastián quedó tieso como una tabla, salvo cuando de repente un
escalofriante temblor lo azotó sacudiendo su desparramada musculatura.
_ Escucha
–dijo con voz temblorosa y media tartamuda-, no tengo idea de quién eres pero
te aseguro que si intentas hacer de esto una broma, te aseguro que es de muy
mal gusto. No tengo ánimos para esta clase de cosas.
Cristian
tomó una postura más erguida y lo flechó con una mirada profunda (casi
celestial, de cierto modo). Sebastián entonces se perdió en sus ojos.
_ No es
una broma. Comprendo que no quieras aceptarlo, pero sé que una parte de ti sabe
de qué se trata todo esto ¿no? Digo, tú siempre lo decías ¿quién no sabe hacer
un tonto avión de papel?
El hombre
no contestó. A pesar de que podría jurar con sangre no haber visto en su vida a
Cristian, la mirada que lo tenía envuelto y extrañamente cautivado le resultaba
familiar. Muy familiar.
Cuchicheó
un sollozó que no llegó a salir de su boca al apretar con fuerza los labios.
_ No
puede ser –dijo, al momento-.
Cristian
lo siguió contemplando y asintió con otra sonrisa tierna.
_ Lo sé,
lo sé. Siempre te costó creer en estas cosas ¿no? Pero creo que sabes
perfectamente quién soy –suspendió su habla y carcajeó-. ¿Recuerdas cuando
entramos por primera vez a una iglesia? Yo estaba tan entusiasmada por haberte
convencido a entrar y tú actuabas como un turista en tu propia ciudad, sacando
fotos por todos lados. Podrías haberte comportado como cualquiera, pero hacerme
reír era más importante. Es una de tus facultades más hermosas que tienes. Eso
te hace tan especial.
Los
cachetes níveos de Sebastián se vieron inundados por numerosas líneas de
lágrimas. Su cara se empapó, sus ojos se achicaron y entonces soltó un llanto
ahogado.
_ Eres tú
–dijo-. Irene, eres tú.
_ Soy yo,
mi amor –contestó Cristian y limpió con su mano la lluvia de lágrimas en una mitad
de la cara-
Dejó su
mano allí y entonces comenzó a llorar.
_ Te
extraño mucho –dijo Sebastián entre jadeos lastimeros-.
_ Yo
también, Sebastián. Pero lo que hiciste no es la solución. Es por eso que estoy
aquí, para suplicarte que no lo vuelvas a repetir.
Los ojos
de Cristian recorrieron a Sebastián y llegaron a sus manos. Sus muñecas estaban
envueltas en gazas blancas discretamente teñidas de rojo por la sangre.
_ No
puedo ni quiero vivir sin ti. Me dejaste muy sólo después de…
_ Te
entiendo, pero suicidarte no es la salida. Aún debes vivir muchas cosas,
cumplir todos tus sueños, los que me contabas cada vez que nos quedábamos
despiertos hasta la madrugada. Conseguir tu título de profesor, recorrer el
mundo, casarte, tener cuatro hijos y una casa de dos pisos. Por favor, no lo
hagas de nuevo. Quiero verte cumplir todo lo que alguna vez me prometiste,
aunque… aunque ya no esté con vida. He estado a tu lado todo este tiempo, no ha
sido un mes fácil para ti, pero ya has sufrido lo peor. Ahora trata de levantarte,
hazlo por mí…
Sus manos
se sujetaron con fuerza. Permanecieron en silencio un minuto completo. Llorando
como si no hubiera un mañana, y conmovidos al ser participes directos de un
rencuentro fuera de todo lo racional, pero con el amor que habían sentido por
cuatro años, desde que se conocieron.
_ Tu
partida me seguirá doliendo por el resto de mi vida, Irene. Te aseguro por el
amor que tuvimos, tenemos y que siempre tendremos; que no lo haré jamás. Viviré
por nosotros y me aseguraré de no defraudarte en nada. Siento si te decepcioné,
no me creí capaz de superarlo.
_ Tómalo
como un nuevo empezar. Ahora… ahora debo irme, pero recuerda lo que he dicho:
siempre estaré a tu lado, porque nuestro amor trasciende de la vida y la
muerte.
Sebastián
asintió y se enderezó con mirada conmovida, sin apartar los ojos del rostro de
Cristian. ¿Rostro de Cristian? ¿Qué rostro? Él sólo veía a su Irene, el amor de
vida.
Sus
cabezas se acercaron y conciliaron el rencuentro con un romántico beso, el
último que se darían.
Diez…
veinte y treinta segundos… ¿qué importaba si alguien los veía? Ambos sabían que
no se trataba de lo que pensarían a primera vista. Tampoco les importaba, en
aquellas instancias.
Se
separaron y sin programar hacerlo, sonrieron con absoluta felicidad. Y con el
agridulce dolor de la despedida.
Cristian
se puso de pie y dijo:
_ Adiós,
mi amor.
Sebastián
se sentó soportando el llanto atorado en su pecho, como quién no quiere ver un
puñal devastador que está matándolo. Rascó con disimulo su cabeza rapada y le dijo
por última vez:
_ Adiós,
Irene. Te amo.
El alma
de Irene volvió a salir y el cuerpo de Cristian murió. Un nuevo soplo y comenzó
a respirar de nuevo. Cristian estaba de vuelta. El verdadero Cristian.
Parpadeó
varias veces y secó con un pañuelo de su bolsillo su cara mojada. La
respiración se volvió normal en cosa de segundos.
Se
encontraron sólo medio periquete con la mirada, pero de inmediato sus ojos
apuntaron hacia el piso. Sería demasiado incómodo entrar en conversación, por
más corta e insignificante que sea.
Cristian
dio media vuelta sin decir una palabra y caminó hacia el pasillo. Al dar el
primer paso, vio a Luciana mirar con expresión amarga a través de la ventanilla
de la puerta. Ella lo entendería, si es que ya no lo había entendido. Después de
todo, aquella milagrosa habilidad no tenía nada de secreta.
Cristian
sólo hacía bellas y dignas las despedidas.
Marcos Llemes es un habitual colaborador de LDU, que confía su trabajo en nuestro espacio y publica además de los capítulos de la novela "El pecado de Abigaíl" otros relatos. Tendremos todos los Martes su presencia y sus publicaciones.
Pueden encontrar en el siguiente enlace; todas sus colaboraciones, los enlaces a su Blog y perfil en Wattpad.
También reseñas sobre sus obras y datos biográficos de este joven autor del norte de Uruguay.
LDU agradece la participación de todos los autores, con el fin de difundir sus trabajos, promover la lectura y enriquecer este sitio. Por lo que, es muy importante que dejes tu comentario, para seguir creciendo y expresar los errores y aciertos para mejorar nuestro trabajo.
2 comentarios :
Gran tarea de divulgación la tuya, Luís, generosa y admirable. He leído alguno, esta aportación de Marcos es inquietante.
Besitos.
Gracias Natàlia por tu comentario y si deseas colaborar con algún relato o poesía, las puertas de LDU están abiertas para ti. Hago extenso esta invitación al resto de los lectores y amigos Jueverso!!!
Publicar un comentario