Prefacio
Hacía diez años que Abigaíl no se acostaba en una cama diferente a la suya y la idea de no tener a las enfermeras cerca y los serenos del internado merodeando por los pasillos, la aterraba hasta tal punto de no querer dormirse.
Afuera corría un viento gélido que pretendía arrancar los árboles de raíces y matar de frío a quién se descuidara en no llevar abrigo. La casa era pequeña y sencilla, pero guardaba el típico calorcito acogedor de todo hogar humilde. La mujer, estaba en la habitación contigua a la de su hija y desde allí podía ver el living mediocre y la puerta de entrada a la casa que al ser de chapa se sacudía con los helados ventarrones del invierno.
El pasillo encerraba un exquisito olor a guiso de arroz, que pronto estaría listo para calentar las tripas y llenar los estómagos de las mujeres. Esa noche la cena estaba a cargo de Pamela, la hija menor.
Abigaíl yacía bajo una oscuridad debilitada por una lámpara de mesa y un pequeño televisor situado a los pies de la cama y que sintonizaba una película europea.
De repente, entre el soplido acérrimo del viento, se escuchó una serie de golpeteos en la puerta que hicieron que Abigaíl se retorciera en la cama y que apretara con fuerza las frazadas que cubrían su cuerpo hasta el cuello. El miedo la colmó por completo y su corazón pareció salirle por la boca. Su expresión de intranquilidad se transfiguró a una peor, una que reflejaba el horror absoluto: el entrecejo arrugado como los surcos de agua brava, sus ojos de mujer atragantada y sus dientes que se estrellaban unos contra otros en un temblor descontrolado.
«No… por favor Dios. Que no sea ella…», pensó horrorizada.
Pamela suspendió su tarea en la cocina y fue a abrir con naturalidad, se trataba de Laura la hija mayor, había salido hacía diez minutos para comprar jugo en polvo para acompañar la comida. Al verla, su madre descargó con un suspiro dolido todas las imágenes que le habían vuelto a la mente, pero de igual forma conservó en su pecho el mal presentimiento que había surgido ésa mañana, cuando le dieron el alta.
— Mamá, ¿estás bien? –le preguntó Laura, entrando al cuarto- Te noto rara, como con miedo.
Abigaíl no contestó en seguida, aún no se había recuperado del susto.
— No quiero que me lleve… -contestó al fin, sollozando- No quiero que les haga daño. Ustedes no están a salvo si yo estoy aquí.
Pamela justo entraba la habitación y se incorporó a la situación sentándose al lado de su madre y abrazándola con fuerza.
— No tienes nada que temer mamá. Ella no existe, no hay nada que temer. Nosotros estamos aquí para cuidarte y no vamos a permitir que nada haga daño. Ya verás cómo las cosas mejorarán.
Capítulo 1: Extraño hábito
Por experiencia, Abigaíl tenía más que entendido que para su profesión, el invierno era un gran amigo, porque el frío atraía a todo hombre necesitado de un momento de calor y para eso recurrían a ella. Sin embargo, viéndolo desde un lado más pesimista, dedicarse a la prostitución en invierno implicaba resistir el hielo invisible impregnado en las rodillas y los ocasionales vendavales que le paralizaban las piernas desnudas o cubiertas con finas cancanes de red. Era un trabajo duro, pero alguien debía ganarse el pan.
Sus botas de cuero negro daban golpes secos en la solitaria acera, caminaba hacia la esquina de la calle Alpes o como solía llamarla ella: “Las luces”. Estaba aproximadamente a cincuenta metros de la esquina que la había hecho una mujer del ambiente lujurioso y una Magdalena más del pequeño pueblo Las Nunas, a las afueras de la ciudad de Salto, Uruguay.
A la distancia vio a su par de amigas, Deborah y Lorelei que habían llegado antes que ella y estaban riéndose a carcajadas por quién sabe qué.
En eso, un suceso le hizo apartar la vista de su meta para mirar a su derecha, hacia la acera del otro lado de la calle. Era el sonido de los pasos apurados de una monja, cuyo hábito grueso, duro y de color negro cubría (por no decir escondía) su cuerpo delgado y viejo. Abigaíl halló raro ver a una fiel servidora de Dios a esas horas de la noche, eran casi las nueve y el convento San Jerónimo solía cerrar antes de las ocho. También sintió curioso el hecho de que tal lugar se encontraba frente a su esquina de trabajo y nunca había visto a una monja rondar por los lugares, excepto ese día, claro.
El caminar de la monja era muy veloz, incluso mayor que el de Abigaíl, que la seguía observando y notando lo extraño que se comportaba. Las gesticulaciones de su rostro, no eran agradables. Al contrario, expresaban algo más que apuro, como preocupación, culpa o arrepentimiento. Algo nada bueno, y lo más extraño, era que se trataba de una oveja de Dios. ¿A caso ocurría algo malo?
— ¡Abby! –Gritó Lorelei desde la esquina- ¿Qué pasa? ¡Apúrate perra!
Abigail miró hacia adelante y reparó que sus amigas le hacían gestos inentendibles con sus manos, exigiéndole que aligerase el paso.
Como si estuviese bajo los efectos de una fuerza mayor, la mujer no pudo resistirse a volver a mirar a su derecha. Esta vez, divisó algo que la desconcertó por completo. Por algún motivo, la monja se había detenido a metros de la entrada del convento y había permanecido estática hasta que Abigaíl pudo nuevamente visualizar su rostro, a diez metros de “Las Luces”.
— Abigaíl, ¿Qué demonios te está pasando? ¿Qué tanto miras? –Escuchó clamar a Deborah-
Pero no contestó y siguió acercándose al lugar con la mirada fija en aquella mujer que parecía haberse petrificado. En un pequeño espacio de su mente, sintió el deseo de no tropezar con alguna piedra, rama o pedazo de acera salida del lugar porque en la caída se reventaría las rodillas y tendría que lidiar con el dolor toda la jornada.
La noche estaba oscura y aparte de las cuatro mujeres, no rondaba ni un alma en los exteriores. Las nubes cubrían un cielo colmado de una ihóspita quietud y una luna llena que brillaba como una moneda de oro pero que no se lucía por completo. En las próximas horas, la temperatura bajaría a grados bajo cero y como si fuera poco, pronosticaban una helada que no perdonaría a nadie.
De un momento a otro, la estatua humana volvió a moverse, pero no en dirección al convento, sino alejándose de éste, dando una media vuelta y retomando en dirección contraria con la misma velocidad con la que se había acercado. Fue cuestión de tiempo para que se pierda en la oscuridad de la acera. Sí, evidentemente allí estaba ocurriendo algo muy extraño.
Finalmente, Abigaíl se encontró con sus amigas. Las dos estaban fumando el mismo cigarrillo y esperaban a su amiga con la misma mirada, cargada de cierta suspicacia.
— ¿Vieron a esa monja? –Les dijo Abigail-
— ¿Ésa de allá? –Preguntó Deborah señalándola con el dedo-
— ¿No notaron algo raro? Casi corría dirigiéndose al convento y antes de llegar se detuvo y volvió para atrás. Digo, es una monja, ellas no actúan así.
Lorelei rió y después dio una nueva fumada al cigarrillo. En el momento que el humo salía de su boca, también lo hicieron sus palabras.
— Debe estar drogada. Esas santurronas no son más que zorras de túnica.
Rieron a carcajadas y el sonido se escuchó en toda la calle. Abigaíl no lo hizo y su mirada volvió a conectar la confusa silueta de la monja que se perdía en la oscuridad.
Alguien golpeó la puerta.
La vieja se acercó lentamente hasta abrirla. Al hacerlo, divisó a la monja en el umbral.
— Ha venido –le dijo, con una sonrisa sin dientes-
— Dios no hace diferencia entre pobres y ricos; y si su esposo necesita de una oración y el milagro divino para descansar, entonces lo haré con gusto.
La monja ingresó al lugar y la puerta se cerró. El hogar de los viejos era de extrema pobreza, pero increíblemente el matrimonio había permanecido juntos por cincuenta y dos años.
La vieja y la monja entraron a la habitación donde estaba Serafín, recostado en su lecho de muerte. Muerte que no tardó mucho en llegar y que no lo llevó sólo a él. Las cosas no ocurrieron en más de diez segundos y no se levantó ninguna sospecha vecina porque no hubo gritos, sólo unos gemidos y unos cuantos estallidos de huesos.
En la madrugada, la helada se presentó e ingresó por la ventana semiabierta de la vivienda de los viejos y cayó como una neblina cínica sobre la cama y el piso, cubierto de sangre.
Sobre el autor:
Marcos Llemes es un joven escritor uruguayo, nacido en 1992.
Aprendió a leer y escribir prodigiosamente a los dos años de edad y a los cuatro comenzó a dedicarse a crear historias. Desde entonces y ahora con diecinueve años tiene escrito numerosos cuentos y relatos que comparte gratuitamente en blogs de internet y redes sociales, además de tener escrita tres novelas.
Su pasión por la literatura de misterio y terror, lo ha hecho gran fanático de Stephen King a quién considera un maestro a seguir.
Actualmente, está trabajando en su cuarta novela con la que pretende golpear las puertas de las editoriales para publicarla oficialmente como un libro.
Aprendió a leer y escribir prodigiosamente a los dos años de edad y a los cuatro comenzó a dedicarse a crear historias. Desde entonces y ahora con diecinueve años tiene escrito numerosos cuentos y relatos que comparte gratuitamente en blogs de internet y redes sociales, además de tener escrita tres novelas.
Su pasión por la literatura de misterio y terror, lo ha hecho gran fanático de Stephen King a quién considera un maestro a seguir.
Actualmente, está trabajando en su cuarta novela con la que pretende golpear las puertas de las editoriales para publicarla oficialmente como un libro.
Adjuntamos su perfil en la red de escritores wattpad
Muchas gracias Marcos por tu nueva colaboración. Te deseamos éxitos en tu nueva novela y en todos los proyectos que vayas a realizar.. Esperamos los siguientes capítulos de esta atrapante historia.
1 comentario :
Suuuuuuuper !!!
muy buen comienzo xD!!
mucha intriga y misterio, y cuanto por descubrir!!
Genial Marcos !!
Besos
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