ROSAS ROJAS
De GONZALO SALESKY
En la puerta del
hospital de urgencias, donde estacionan las ambulancias, había una pelea entre
dos hombres. Me llamó la atención porque solamente uno de los dos golpeaba al
otro, que no caía al piso a pesar de los tremendos puñetazos que le aplicaban
en el rostro.
Habían comenzado
dentro de un taxi y bajado de él a los tumbos. Quien recibía los golpes ni
siquiera sacaba las manos de sus bolsillos, como si en ellos estuviera
protegiendo algo valioso. No ofrecía ningún tipo de resistencia, sólo buscaba
evitar los impactos. Pero no lograba hacerlo del todo, y el que golpeaba de
manera feroz –que por su ropa parecía ser el taxista– le asestó varias trompadas más
hasta que el agredido, al fin, se decidió a correr.
Me pareció extraño
que no hubiera intentado defenderse o al menos, alejarse cuanto antes.
Perdí de vista a
los dos hombres y seguí caminando. Entré al hospital por una de las puertas
laterales. Venía bastante apurado, como siempre. Iba a visitar a un pariente
internado y sólo llevaba un ramo de rosas rojas en mi mano derecha.
Unos segundos
después, sentí que me empujaban desde atrás. Trastabillé y casi caigo al suelo.
En una de las galerías, cerca de la terapia intensiva, el mismo hombre que
había recibido los golpes me tomó del brazo y con un arma pequeña apuntó a mi
pecho.
Haciendo ademanes,
me obligó a acompañarlo. No dudé un segundo. Estaba muy lastimado y de su ojo
izquierdo parecía caer sangre. Su camisa blanca, llena de pequeñas manchas de
color oscuro. Y sus dientes...
Corrimos un largo
trecho. La gente se horrorizaba al ver su cara destrozada y el revólver que
llevaba en su mano derecha. Parecía algo grotesco, un hombre desequilibrado
corriendo al lado de otro que seguía sosteniendo, como si fuera un trofeo, un
ramo de flores. No entiendo por qué en ese momento no pude soltarlo.
Entramos a un
pequeño ascensor. Allí bajó su arma y me miró a los ojos por primera vez. Sacó
de su bolsillo una pequeña caja de color blanco, cerrada con cinta adhesiva, y
me la entregó sin decir nada.
Al detenernos en el
segundo piso, volvió a tomarme del brazo y así corrimos hasta el borde de un
balcón que se encontraba unos pasos delante de nosotros.
Abajo, la gente
había empezado a congregarse. Extrañamente, a pesar de todo, yo me encontraba
tranquilo y seguro de que no iba a lastimarme. Algo en su mirada lo decía. Pero
aún no llegaba a entender por qué me había dado la caja.
– No la abras
todavía. Sólo después que me vaya. No cometas los mismos errores que yo.
Habló como si
estuviera leyendo mi mente.
No tuve tiempo de
preguntarle nada. Acercó la punta del revólver a su garganta, debajo de la nuez
de Adán, y disparó.
Se desplomó sobre
mí. Y la sangre... ¡por Dios! Tanta sangre a borbotones sobre mi ropa, mis
zapatos y el ramo de flores.
Me lo saqué de encima.
Sentía vergüenza de pensar más en el asco que me producía ensuciarme que en la
locura y el drama de ese pobre hombre.
En pocos minutos
llegó la policía. Tarde, como en las
películas. Sólo atiné a quedarme sentado, apoyado contra la pequeña
pared que nos rodeaba.
Guardé la caja en
el bolsillo. Tuve la tentación de dejarla tirada o de esconderla en el pantalón
del suicida, pero preferí respetar su último deseo. Cuando todos se fueran, la
abriría.
Ya en mi
departamento, cerca de las cinco, aún no había podido almorzar. Seguía asqueado
por la horrible sensación de la sangre caliente sobre mi cuerpo. Volvía a
verla, manando con violencia, mojando mis manos y mis pies.
Me senté en el
living. Acababa de llamar la policía para pedir algunos datos y ver si podía
aportar algo más. De paso, me avisaron que el psicópata no había muerto
todavía. Estaba muy grave, internado en el mismo hospital de esta mañana. Era
prácticamente imposible que sanara o despertara, según el comisario a cargo de
la investigación.
Sin embargo, algo
me impulsó a ir a verlo. Para saber más de él o de su vida. Además, me tentaba
la idea de dejar la cajita blanca de bordes plateados entre sus pertenencias.
Pero no iba a poder
hacerlo.
Unos minutos más
tarde estaba camino del hospital, por segunda vez en pocas horas.
Llegué a la sala de
terapia intensiva pero dos oficiales me impidieron el paso. Estaban parados al
lado de la puerta, uno de cada lado.
Me preguntaron si
tenía relación con él, si era familiar o pariente. No quise decirles mi nombre,
sólo contesté que lo había conocido hace poco tiempo. El más joven me dio el
pésame por anticipado y me informó que podía quedarme por allí, para esperar el
obvio desenlace.
Les agradecí. Di
media vuelta y busqué la salida. Había sido un día bastante largo.
Después de subir a
un taxi para volver a casa, tomé la caja y me decidí a abrirla. De una vez por
todas.
Nunca hubiera
podido imaginarme lo que contenía.
Tenía que
entregársela a alguien. Pero no a cualquiera. Alguien que fuera capaz de llevar
a cabo lo que la caja pedía.
Vi por el espejo
retrovisor que el taxista había observado lo mismo que yo. Y supe que comenzó a
desearla, con todas sus fuerzas.
Estacionó a los
pocos metros, cerca del sector de entrada y salida de ambulancias, y giró hacia
mí. Me exigió la caja y no quise dársela. Por eso mismo comenzó a golpearme. En
el rostro, en los oídos, en el estómago… pero no la solté. La guardé en mi
bolsillo, a salvo de todo.
Tratando de
esquivar sus trompadas, bajé del auto. Sin saber hacia dónde iba, empecé a
buscar al próximo destinatario.
Advertí que desde
lejos nos estaban mirando. Era un hombre calvo, como yo, que parecía llevar
algo pesado en sus manos.
Lo seguí.
Enceguecido por el impulso de compartir con alguien especial el contenido de la
caja, fui hacia la galería donde se encontraba. Aún sin saber cómo iba a
convencerlo de que aceptara.
Se me ocurrió
quitarle el arma a un guardia del hospital. Lo hice y corrí con todas mis
fuerzas por uno de los pasillos. Mi corazón latía cada vez más rápido. La
sangre ensuciaba mi camisa. Tenía el ojo izquierdo semicerrado y mis dientes…
Encontré al calvo y
lo tomé del brazo. Con la pistola apunté a su pecho y lo obligué a correr junto
a mí, para alejarnos de todo.
Nos refugiamos en
un ascensor. Cuando bajamos en el segundo piso, casi sin aliento, le di la caja
y le indiqué:
– No la abras
todavía. Sólo después que me vaya. No cometas los mismos errores que yo.
No tuvo tiempo de
preguntarme nada. Allí mismo, cerca del balcón, acerqué la punta del pequeño
revólver a mi garganta y disparé.
Caí sobre él. Y mi
sangre... por Dios, tanta sangre a borbotones sobre su ropa, sus zapatos y el
ramo de rosas rojas que él seguía sosteniendo entre sus manos, como si fuera un
maldito trofeo.
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